Me desperté en mi cama.
Eso lo supe porque olía a mí.
Porque estaba Bosnia en los pies.
Porque el sol entraba igual que siempre.
Pero algo…
algo no estaba del todo puesto.
Me paré, fui al baño, y me miré.
No me reconocí.
No fue una sensación trágica, no.
No fue un grito, ni una angustia.
Fue una levedad.
Una especie de pausa.
Como si alguien hubiera movido un mueble de lugar en mi cabeza.
Solo eso.
Me vi los ojos y pensé: esa no soy yo.
No lo pensé con miedo.
Lo pensé con una calma aterradora.
Como si de verdad no importara.
Preparé café sin azúcar.
Aunque siempre lo tomo dulce.
Y no lo noté hasta la mitad de la taza.
Y ni siquiera me molestó.
Después abrí un cuaderno.
Mi letra era mía.
Mis palabras, no.
Había notas que no recordaba haber escrito.
Cosas que yo no diría.
O quizás sí, antes.
Pero ya no.
La tarde fue como esas tardes que pasan sin dejar sombra.
Y al llegar la noche,
me acosté
sin preguntarme si mañana volvería a ser yo.
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