Todas las noches, antes de dormir, caliento el agua, echo el té, revuelvo el azúcar.
Me gusta el te caliente y dulce, igual que a mi abuela.
No hay nada extraordinario en el gesto, salvo que mis manos lo repiten como si la rutina pudiera exorcizar algo.
No exorciza nada.
Porque ahí, en ese mismo cuadrado de suelo, murió Clarita.
Un territorio mínimo, de cerámica gastada, que podría ser cualquiera… pero no es.
Yo lo sé.
El vapor de mi taza empaña mis lentes, se me viene el otro recuerdo: su cuerpo inmóvil, su respiración, el silencio que se instaló y que me espera ahí.
Nadie más se da cuenta.
Yo piso ese lugar con cuidado, como si pudiera quebrarlo, o como si al quebrarlo pasara otra vez la misma escena.
La taza humea, el té está listo.
Y debajo de mis pies, todavía tiembla.
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