Anoche, al entrar, el olor de su sangre me atravesó como un filo invisible, un golpe que no esperaba.
Bosnia y yo quedamos solas en la casa, ese espacio que hasta hace poco era un refugio y que esa noche se convirtió en prisión.
Sentí la desesperación como un animal salvaje que me arrastraba, y sin pensarlo, metí a Bosnia en mi cuarto, cerre la puerta y la ventana y abrí la garrafa, ese gesto mecánico y torpe, tratando de encontrar alguna forma de calmar el incendio que ardía en mi pecho, aunque sabía que nada podía apagarlo. Entonces, en un parpadeo de cordura, pensé en mi hijo, en la imagen que habría sentido si hubiese sido él quien hallara ese silencio roto. Abrí las ventanas, dejando que el viento y el frío se metan en la casa, como si asi pudiera arrancar ese olor que me perseguía, y salí a caminar con Bosnia.
Caminé sin rumbo, con los ojos en la sombra y el corazón latiendo fuerte, podía escuchar mi sangre, mientras la noche se tragaba mis pasos y el peso de lo que no podía ni quería nombrar.
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