Hubo una batalla dentro de mí.
La planta pedía rendición,
abrirme, dejarme caer, dejarla entrar.
Yo le respondía que no.
Me resistí a todo.
Ni vomité.
Mis hermanas y hermanos vomitaron por mí,
como si mi cuerpo no estuviera listo
para soltar lo que llevaba guardado.
Después vino el pico.
Una ola de hipersensibilidad que me atravesó.
Podía escuchar mi sangre correr como un río eléctrico,
sentir cada chispa de mis neuronas,
la danza secreta de mi propio cuerpo.
Era dolor y éxtasis al mismo tiempo.
Y entonces apareció ella:
una gota de leche.
La única que acepté de mi madre.
Sabía a miel.
Un sabor mínimo, imposible de olvidar,
un recuerdo guardado en el hueso,
como un tesoro roto.
Esa gota era origen,
una promesa que no terminé de recibir.
Ahora pienso que ese ser
que vive en mí, que me detiene,
que me llena de vergüenza,
es mi madre.
Una forma de ella que encontró un modo de permanecer
dentro mío,
como sombra,
como guardiana,
como cárcel y como herencia.
La planta me mostró
que está ahí desde siempre,
pero también que hay dulzura en la resistencia,
y quizá esa dulzura
es la raíz
de todo lo que necesito sanar.
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