La tristeza me ha atravesado de una manera casi absurda.
Hace tiempo lo sé.
Sé que vuelve, porque cuando se fue dijo que volvería.
Lo supe siempre, aunque no siempre quise ir con ella.
Pero ahora la escucho hablar de su casa, de cómo va a enfrentarse a la locura de los mosquitos, de cómo va a pasar tardes enteras afuera.
Me atraviesa un rayo que parte mi cuerpo en dos.
En dos.
No me nombra.
¿Sabrá que estoy aquí?
Si nos hemos encontrado en el mercado para venir juntas.
Si hemos llegado juntas a este lugar.
Quiere hacerme desaparecer, pero yo —aunque quiera— no puedo.
Estoy en todas las cosas lindas que tiene la vida, en las obvias y en las escondidas.
Estoy en todos los pájaros y en los charcos más oscuros y profundos.
Se va manejando.
Mi lugar tendría que ser a su lado, agarrándome con fuerza de cualquier lugar del auto, cuidando que no se vuelen las plantas por la ventana cuando yo encienda un cigarro, buscando el camino en el mapa.
Así se escribe el desamor verdadero: sin gritos, solo con objetos que no saben que ya no sirven.
Me atraviesa la tristeza más profunda.
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