¿Qué es eso que no te atreves a mirar?
¿Es el niño que pronto parte?
¿Acaso no lo has criado para eso? Para que llegue el día en que la adultez lo llame con fuerza.
¿O es que, finalmente, se ha ido ella?
Pero hace meses que tú sabes que no vuelve, tú sabes.
Ella dejó las puertas cerradas. ¿Cuál es la sorpresa?
¿O es que se va él?
¿Sabes cuántos años extras ha estado contigo? ¿Sabes cuánto le ha costado? ¿Por qué piensas que se va?
Está bien. No importa. Sabemos por qué.
Te vas a quedar sola en la casa que contuvo tu sueño: tú, el silencio y, de rato en rato, el perro.
De rato en rato, un pájaro carpintero.
—Porque no pudiste tener un gato—; porque dejaste de mirar donde tendrías que haber mirado, y pasó lo peor que podía pasar.
Un fracaso. Una vida.
¿Quién va a responder cuando llames?
¿Quién va a golpear la puerta del baño?
La Bosnia. Pobre Bosnia.
(No tiene idea.)
¿Cómo pensé que había salido del abismo?
Si el abismo es esto: soy yo, la fuerza de mis caídas, la furia de mis miedos, eso que me hace sentirlo todo.
Todo, todo, todo.
El aire cuando entra (limpio). El aire cuando sale (sucio). Las fibras de algodón de mi polera. Mi sangre. El río bravo. El río implacable. La electricidad. Los miles de miles de cables. Su ausencia. Un golpe furioso. Su sonrisa. La complicidad que no desaparece. Sus ojos lagrimosos. Los míos temblorosos. Sus manos lejos de mis manos.
—Ya pues, amor—.
Todo lo demás desaparece: la luz, las corrientes de aire, las voces, los platos, las licuadoras.
Siento todo.
Un volcán atraviesa mi garganta.
El aire caliente en mi pecho.
Los sonidos, de afuera, los de adentro, los de mi cabeza.
Escucho todo.
Escucho tus pasos alejándose de mí.
Escucho los míos buscándote para siempre, en mapas desconocidos, en senderos desaparecidos, en un tiempo que no existe.
Tu voz.
Apenas un susurro.
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