lunes, noviembre 13, 2017

No room

No me gusta el chat, en ninguna plataforma, ni siquiera para charlar con la gente que más amo y extraño. Durante toda la conversación, voy pensando en cómo llegar rápido al final. Qué decir. Cómo decir. No vistear, no vistear o escribir yo el final en la primera oración.

Con los años, el ruido se ha hecho más grande.  Apenas soporto a los peces, que no hacen nada, que no emiten ningún sonido, que no me miran ni me esperan. El ruido del chat, insistente y agobiante, a cualquier hora, en cualquier momento, al escribirme asumen que al leerlos, tengo la obligación de responder. Como si no fuera yo la dueña absoluta de todo lo que hago y dejo de hacer.

¿Por qué me visteas?

Porque no tengo nada que decirte.

La ofensa se hace inmensa y yo pierdo el derecho básico de elegir con quién hablar.

La luz verde en mi pantalla apagada, insiste y es cada vez más verde. Tengo que leer, no tengo que vistear. El círculo naranja, que lea, que lea. El ruido inmediato después de cada mensaje. Me insiste, me llama, me obliga, no de una, pero de todas las maneras.

Y como si eso no fuera suficiente, están las personas a las que dejo de mirar y de escuchar cuando suena el chat. Emputadas, obviamente y con razón. Lejanas. Y de pronto, invisibles, pero descomunalmente ruidosas, inevitablemente demandantes. Quejas. No estoy ni aquí ni allá y estoy en los dos lugares (mi peor pesadilla después de la ola gigante).

Y cuando parece que nada puede ser peor, suena el teléfono. Interrunpe la canción que escucho. Ruidoso como los platos y la licuadora.

Es mi mamá.

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