Hace unos días apenas.
O quizás ya sean algunas semanas.
Recién ha dejado de hablarme,
y por lo visto también de contestarme
si es que yo le escribo.
Así se supone que debía ser desde el principio,
pero fue distinto.
Hasta pensé que éramos incapaces de estar separadas.
Habíamos sido, pero.
Ahora sí su voz deja de sonar en mi cabeza.
No soy capaz de recordar lo que me decía,
ni las cosas lindas ni las otras.
La extraño.
Extraño saber que estaba en mi vida,
extraño sus llegadas al café,
mirar por la puerta justo cuando estaba por cruzar la avenida.
Extraño su llamada de las once.
Recién ahora sé con certeza
las cosas que extraño de ella,
las que no van a pasar,
los ríos que no vamos a cruzar.
Recién está pasando todo.
No soporto la idea de atravesar
la partida de mi hijo.
No soporto imaginar el silencio,
el orden enfermizo de las cosas congeladas por las ausencias.
El refri lleno de botellas de agua
y de comida para el perro.
El lavaplatos limpio
y todos los platos guardados.
(Qué condena.)
Se va mi hijo
y quedo condenada al silencio,
al ronquido del perro.
Justo ahora
que tú ya no estás conmigo.
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