Se encontraron en la rendija de un mundo que no las esperaba. No había hogar ni refugio, solo un espacio sin dueño, un territorio prestado donde estar era resistir.
La fotógrafa había ido solo a devolver el auto. No tenía planes de quedarse. Lo dijo al llegar, y lo volvió a decir en la puerta. Pero la escritora, que ya la esperaba con una frase en la boca —como siempre, sin pausa, sin mirar del todo—, le ofreció llevarla. Y la fotógrafa, que había aprendido a no rechazar lo que aún no dolía, aceptó sin asentir.
Subieron al auto, silenciosas como dos islas que ya se conocen los bordes.
Esperaron al hijo cerca de la plaza. Cuando apareció, caminando como siempre, sin prisa, se subió al asiento trasero. La escritora, que venía hablando, calló de golpe. Le bastó verlo para volver: volvió a ser la que era con él —atenta, dulce, desbordada.
En el camino, un mensaje: una voz ajena y sorpresiva ofreció una entrada extra:
—Vamos?
Un pacto en la oscuridad del teatro donde la música ocultaba los silencios.
—No sé, hace frío y no estoy abrigada.
—¡Vamos!
—No, la verdad es que no quiero ir.
—Yo te invito, vamos!
—Bueno, vamos.
Entonces la escritora y la fotógrafa, juntas, avanzaron hacia un concierto que no estaba hecho para ellas. La fotógrafa miraba a la escritora de reojo, como quien espía un recuerdo. Sabía lo que venía, aunque no podía saber el orden. Sabía que la escritora haría preguntas, que buscaría su risa, que cuidaría las palabras como si fueran migas para volver. Y también sabía que ella, la fotógrafa, respondería todo, sin huir del todo.
Llegaron al teatro. Estaban solas entre la multitud. El espacio entre ellas era, a la vez, un territorio dividido y compartido. Con otros alrededor, entendieron que solo cabían juntas en esos intersticios: lugares ajenos donde la historia se vive con cuidado, como un secreto urgente.
De pronto apareció la mujer que grita. La fotógrafa se interpuso delante de la escritora. No para pelear, sino para proteger. Alzó un muro invisible con su cuerpo. La fotógrafa habló con todo. La escritora calló con todo.
Ese silencio. El mismo silencio.
Más tarde, en un círculo de cuerpos sentados, la escritora estuvo de pie, buscando un refugio que no existía. La fotógrafa, a distancia, fuera del círculo, fumando.
Las miradas que se cruzan sin cruzarse.
Dos figuras desplazadas en un espacio que nunca las reconoce.
No fue voluntad lo que las juntó, sino la lógica de quienes han perdido su lugar. No es costumbre ni refugio lo que las une, sino una necesidad muda, un impulso antiguo que no se nombra. Se buscan porque no hay otro sitio al que ir.
Las dos sabían que ese encuentro —hecho de cosas pequeñas, de no tocarse, de no decirse— era el más cercano que habían estado en mucho tiempo.
El mundo, vasto, no sabe qué hacer con ellas. Y ellas, lejos de casa, solo saben encontrarse.