El rapé entra como un filo frío. Despierta la sombra que creía muerta. Vuelven los momentos donde el miedo me desmembró, donde el alma temblaba al borde de romperse en pedazos. Es un lugar sin luz, sin tregua. No quiero ir, pero el rapé me arrastra sin permiso.
Me dicen que voy a recuperar mi ajayu —esa chispa rota, arrancada por la oscuridad—. No es un viaje para valientes. Es un viaje al vacío, al abismo donde me perdí.
Y en ese pozo de miedo, una calma brutal me envuelve. No es paz. Es silencio afilado. El miedo se disuelve como niebla que el viento se lleva. El temblor del alma se quiebra y se detiene. Ya no tiemblo. Ya no huyo.
Mi cuerpo se endurece, se sostiene en su sombra. Mi mente se despeja, fría y clara. No hay lucha ni escape. Solo esta presencia oscura, conmigo, sin concesiones.
El rapé me reconfigura. No promete redención ni luz fácil. Solo me devuelve a mí, a esta versión rota, oscura, pero completa. A esta calma que no se rinde, que arde en silencio.
Cuando termina, la luz queda prendida adentro. Pequeña, densa, como un faro quebrado en la noche infinita.
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