El territorio de los viudos
Ahora tengo dos palomas nuevas, jóvenes,
que aún no saben que el amor también se cae del cielo.
Y tengo dos viudos.
Dos palomos partidos al medio.
Las hembras, ellas sí vinieron a despedirse.
Una se quedó en el asfalto, bajo las ruedas de un minibús blanco
que no frenó ni un poco ante la ternura.
Murió delante de mí, como si eso hiciera la muerte menos sola.
La otra llegó como quien vuelve de la guerra:
con la cola hecha trizas, como si un perro la hubiera alcanzado.
Se fue también, con el cuerpo desordenado pero con dirección.
Los viudos quedaron.
Uno con la cola pelada por una pisada que no lo mató,
pero le arrancó el vuelo de raíz.
Todavía vuela. Más bajo, más despacio,
pero vuela como quien no sabe qué otra cosa hacer.
El otro, con un hilo enredado en la pata izquierda,
como si el duelo se le hubiera tejido en el cuerpo.
No me deja ayudarlo.
Y lo entiendo. Hay dolores que no quieren testigos.
Un palomo sin su pareja no es solo un viudo.
Es un ala suelta.
Un mapa sin sur.
Un latido sin eco.
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