Lo primero que se apagó fue el sonido.
Un día desperté y ya no escuchaba pajaritos.
En consecuencia, fueron desapareciendo las fotos,
la única manera que había encontrado de mirar el mundo.
El silencio no es mudo:
suena a electricidad,
es un sonido profundo, persistente.
Después, mis ojos.
Dejé de mirar: pájaros, personas, niños, situaciones.
El silencio fue ganando,
llenando todos los rincones de mi cuerpo y de mis sentidos.
Mi cuerpo, insistente con el sueño.
Mi único refugio: mi cama.
Aunque ya no entre las sábanas,
encima de todo,
con un frío desesperado y difícil de contener.
Una manta.
Dos.
Tres.
Cuatro.
El frío pasa por dentro.
Me convertí en una especie de eco,
una vibración leve de algo que alguna vez fue.
Ya no siento hambre, ni sed, ni ganas.
Solo el peso del cuerpo.
Pero, aún así, algo persiste.
Una respiración.
Un parpadeo.
Una mínima conciencia bajo las mantas.
Como si en medio del silencio
hubiera un murmullo tenue, casi imperceptible,
que no se deja apagar del todo.
No es esperanza, no todavía.
Es apenas una vibración tibia,
una pregunta sin forma,
pero viva.
Me gusta el té caliente.
Casi puedo ver su recorrido,
puedo sentirlo: caliente.
Me abraza.
Dura apenas unos segundos.
Primero mis sentidos,
después mi cuerpo:
un poco menos presente cada día.
Un poco menos.
Tu voz: "ya venga".
Y yo, obediente,
feliz con esa invitación de todos los días
para abrazarte y dormir sostenida en tu cuerpo.
Te extraño
de una manera inhumana y cruel.
Te extrañan mis oídos,
mis ojos,
mi voz.
Te extraño con todo mi cuerpo,
con todos mis sentidos.
Te extraño incluso en el sueño,
donde a veces te invento,
te dibujo con los restos de lo que recuerdo:
tu olor tibio,
el roce de tus dedos en mi espalda,
esa manera tuya de quedarte callada
justo antes de decir algo que importaba.
Me despierto con la piel buscando la tuya,
y no hay nada.
Solo la manta.
Solo el frío.
Solo este cuerpo mío
que se ha vuelto casa deshabitada
desde que no estás.
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