Las palomas son monógamas, forman una sola pareja para toda la vida. Una vez que encuentran a su compañero o compañera, permanecen juntos, colaboran para construir el nido, incubar los huevos y alimentar a las crías.
La primera era mía. No mía de jaula ni da e encierro, mía como lo son las cosas que se eligen solas. Una paloma hembra que aprendió a confiar. Venía todos los días, volaba a mi mano con la naturalidad de quien sabe que qué no va a pasarle nada. Ya estaba amaestrada, no por trucos, si no por cariño. Siempre llegaba con su palomo, pegados el uno al otro, como si fueran la mitad de un mismo cuerpo.
En marzo la atropellaron.
El mundo sigue y una paloma cae, pero para los que vimos el vuelo, algo se rompe. El vuelve solo. Se para en el mismo lugar. Come un poco. Mira mucho.
Viene a recordarla, todavía la espera.
Después llegaron otros. Una pareja nueva, de esas que dudan antes de pisar. Al principio miraban desde lejos, como si todo fuera territorio ajeno. Pero la comida, el agua, el silencio —todo eso les fue dando permiso. Ayer, por primera vez, se subieron a mi pierna. La hembra adelante, el palomo atrás. El viento les despeinaba el cuello o quizás era el amor.
Hoy solo vino ella.
Sola, herida. La cola deshecha, las plumas abiertas como si hubiera pasado por una tormenta que no vimos. Caminaba lento. Se notaba que algo le faltaba. No quiso acercarse. Se quedó a unos metros, como si el mundo le hubiera cambiado las reglas de golpe. Pero comió. Tomó agua. Y se quedó un rato.
Afuera la ciudad no se detiene. Pero acá, en este pequeño banco, las pérdidas también se sientan.
Yo las miro.
Eso es todo lo que sé hacer por ahora.
Esas pequeñas tragedias que suceden en silencio, sin titulares, en los aleros, en los cables, en la tierra mojada… de eso también va la vida.
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