Tengo dos hijos, pero ahora que paso los días en silencio, pienso que tendría que haber tenido al menos seis.
Fer, Mati, Lucas, Victoria, Salvador y Santiago.
No hay nada que me guste más que la voz de los niños, el ruido que hacen, el caos que traen. Me encantan sus preguntas, sus palabras inventadas,
Pachilo, pacayo, shamimo, ergat, porfavot, pitui
su lógica torcida y brillante, su forma de mirar el mundo como si todo estuviera empezando. Me gusta cuando ríen por cosas que no entiendo, cuando discuten con seriedad sobre dragones, cuando se enfadan porque la luna los sigue., cuando se asustan porque descubren qué su sombra está para quedarse. Me gusta el eco de sus pasos disparejos por la casa, las huellas de sus manos en las ventanas, el olor a sol que traen en el pelo.
Ser mamá es habitar un territorio incierto, donde el amor se mezcla con un miedo que no siempre se puede nombrar. Es cuidar con una fuerza silenciosa, estar alerta sin descanso, llamar a sus voces cuando suena una sirena, buscar en sus ojos la calma después de una noticia que sacude. Es pensar en un mundo cambiante, en un clima que desafía su futuro, y aun así, construirles raíces fuertes donde puedan crecer seguros. Es aprender a ser fuerte y frágil a la vez, a sostener sin romperse, a callar para proteger. Es la noche que no termina, el silencio que a veces grita, la espera que también enseña. Es un amor profundo, un fuego que consume y da vida al mismo tiempo.
Ser mamá es eso.
Es sol más brillante y la sombra más oscura.
Es el cielo y es el infierno.
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