Tuve un sueño.
Estaba en algún lugar que no era mío. Había mar. No un mar calmo, de postal, sino uno que crecía sin pedir permiso. Las olas empezaban a meterse en todo, como si quisieran tragarse el mundo.
El agua se lleva lo que no está bien amarrado.
De pronto ya no estaba en la orilla. Sin moverme, pasaba de un barco a una casa, del auto de Claudia a algún otro sitio, como si la materia del sueño no necesitara coherencia. Iban conmigo mis hijos, mis padres, mis hermanos, mi perro. Todos estábamos juntos, subiendo. Las calles ya no eran calles: eran caminos rotos por la lluvia, huecos por donde asomaba el peligro.
No tenía miedo.
Seguíamos avanzando, como si ese viaje vertical fuera lo único posible. Hasta que miré por una ventana, y el agua ya rozaba el borde. Bastaba una gota más para que entrara.
Todo había quedado bajo el agua. Mis cosas. Mi ropa. La ropa de mis hijos. Todo.
Llevaba a Bosnia conmigo, con su correa bien sujeta. Tenía un cargador en la cartera, porque incluso en el fin del mundo hay que cargar el celular.
Mantenerse conectada. Aunque todo se caiga.
En un momento bajamos. Una casa aún intacta, sin agua. Me preocupaba el cargador, quería cargar mi teléfono. Pero más que eso, pensaba en mis cosas perdidas. Mis zapatos, mis libros, todo lo que una guarda sin saber por qué.
Entonces apareció Claudia. Nosotros ya estábamos por partir, pero ella estaba ahí. No me hablaba. Estaba con su familia.
Ya no somos parte del mismo desastre.
Mi mamá se me acercó. Me dijo que Claudia iba a quitarnos el auto, y que entonces nos íbamos a ahogar todos. Pero ella tenía varios autos. Estaba con los suyos. Con su vida entera.
Y aún así, podía hundirme con un gesto.
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Desperté con la sensación de haber perdido todo, y al mismo tiempo, de seguir a flote.
Como si el sueño dijera: podés seguir sin eso que se hunde, pero todavía te cuesta soltarlo.
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