una presencia se volvió hábito y el hábito se volvió sombra. no era parte de la historia, pero empezó a ocupar las sillas, los platos, incluso los silencios. al principio, se hablaba de ella con compasión, como quien nombra a la lluvia desde el refugio. después, sin que se notara, fue entrando en los días.
la cortesía se volvió deber, y el deber, rutina. de pronto, cada gesto debía justificarse, cada palabra evaluarse por su efecto en terceros que nunca habían sido invitados al corazón de la casa. se abría la puerta, pero no el alma. se compartía el pan, pero no la calma.
una vez, se preguntó si debía ofrecerle techo. la respuesta fue un no, no porque no hubiera espacio, sino porque ya entonces, sin saberlo, sabía que no había lugar para dos sombras en una misma estancia. aún así, cuando todo se quebró, la noticia llegó con la naturalidad de una traición anunciada. la sombra ya vivía ahí.
más tarde, en una de esas noches donde la nostalgia se disfraza de oficio, coincidieron. el saludo fue breve, prudente, como quien cuida no romper un cristal viejo. pero al día siguiente, recibió el llamado. no para preguntar cómo estaba, sino para exigirle que pidiera disculpas. alguien se había sentido herido por no recibir más que un gesto neutro. y ella —que había sostenido el cuerpo, el techo, el café, la espera— se inclinó una vez más, y pidió perdón.
no por haber hecho daño. sino por existir demasiado cerca.
hay partidas que no se explican por una sola causa. algunas veces, el hogar que se construyó con amor se abandona porque se prefiere habitar en otro donde el amor no estorbe. donde no haya quien recuerde. donde no haya quien vea.
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