Soñé que estaba en una avenida que conocía pero que no era mía, no estaba en ningún lugar de los míos, ni en mi pais, ni en mi ciudad, ni en mi barrio.
En la avenida había un teatro.
El teatro tenía la entrada tan cerca de la vereda que casi uno podía tropezar y caer adentro.
Había gente. Podían ser mis amigos. Podían no serlo. No estaba segura.
Yo tenía un asiento adelante. Será porque en los teatros, solo conozco las primeras filas.
Salí. Caminar en los sueños tiene sentido aunque no se sepa adónde.
De pronto un golpe.
Debajo de una pasarela, una mujer yacía muerta. Atropellada.
Un zapato de tacón rojo descansaba más allá, como si hubiese querido escapar.
Estaba cubierta con algo: verde, azul, naranja.
No era un abrigo. Era un gesto. Los colores a veces llegan tarde.
Alguien pidió una ambulancia.
Yo dije que iba a llamar.
No llamé.
La omisión también es un acto. Y a veces, una confesión.
Junto a ella, un bebé.
Me dijeron: “Llévalo contigo o irá a un hogar.”
Lo tomé. No pregunté por qué yo.
La responsabilidad cae sin hacer ruido, como la nieve o las piedras grandes.
Mientras caminábamos, el bebé creció.
Ya hablaba.
Sabía palabras que yo aún no había pronunciado.
Algunas presencias no vienen a aprender. Vienen a recordarte lo que olvidaste.
Volvimos al teatro.
Seguía sin saber si me esperaban.
Pero esta vez, no estaba sola.
Cuando la vida insiste, no se pregunta si tiene permiso.
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