Hubo un momento —quizás un segundo, o apenas un temblor en la espalda—
en que la vida se volvió insoportable.
No dramática ni ruidosa.
Solo insoportable.
Como una piedra que se arrastra en el estómago,
o una cuerda invisible que cada día aprieta un poco más.
Nada que se vea desde fuera.
Porque afuera todo sigue.
Dicen, como si supieran.
Como si la muerte fuera solo un trámite mal gestionado.
Dicen que hace falta más presupuesto,
más líneas de ayuda,
más campañas con colores suaves y palabras bienintencionadas.
Dicen que hay que hablar más.
Y yo los escucho —desde lejos, desde adentro—
y me pregunto:
¿Qué saben ustedes del silencio que lo cubre todo?
¿Qué saben del cuerpo que pesa como si el alma ya no quisiera quedarse?
¿Qué saben de sentir que, al estar vivo, estás estorbando la vida de los otros?
No hay patrones.
No solo se suicidan los poetas malditos ni las cantantes tristes.
Se suicida el panadero.
Se suicida la mujer que cuida a su madre.
Se suicida el que amanece con todos los huesos en su sitio
y aun así no puede moverse.
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El amor es tan grande,
tan sincero y sentido,
que un día de lluvia, Matilde
acabó por tirarse al río.
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Y entonces empiezan:
A decir cosas del muerto.
A contarlo, a explicarlo, a diagnosticarlo.
Como si el muerto fuera suyo,
como si la muerte les diera derecho a una opinión más.
Y no.
Existen momentos donde solo cabe el silencio.
Ni siquiera por respeto,
sino porque no entiendes nada, y no tienes nada que decir.
Igual hablas.
Nunca te callas.
Marcas tu espacio como un perro callejero.
Piensas que no hay dolor más legítimo que el tuyo.
Tu culpa no compra redención.
No siempre eres la solución.
No todo está en tus manos.
Y ese vacío, eso que no puedes controlar,
te desespera.
Entonces llorá.
Llorá por tu vanidad.
Llorá porque no sabes qué hacer con tu impotencia.
Llorá porque no llegaste.
Y no porque sea tu culpa,
sino porque no era tu batalla.
Hay dolores que no tienen testigos.
Hay cuerpos que ya no.
La muerte no es un fracaso.
Es una salida.
Es la única salida.
No necesitás entenderlo.
Solo darle el silencio que merece un silencio eterno
y elegido.
Pero el que ahora no era, no se llamaba Horacio, ni había robado aquellos torillos ni era buscado por nadie *
* Fragmento del cuento "Los árboles" - Claudia Peña Claros -
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