No dijeron nada. No hacía falta. No por sabiduría, no por poesía. Por otra cosa. Por algo más sucio y más real. Porque hablar era una traición al pacto, porque las palabras ya se habían dicho todas y no sirvieron. Entonces callaron. Y en ese silencio, que no era ni cómodo ni incómodo, sino denso, sucedió algo.
Ella pensó en matarlo. Él pensó en irse. El perro no pensó nada. Pero los tres se quedaron.
Amuyt’aña, lo llamaban los antiguos. No es pensar bonito. Es rumiar con los dientes apretados. Es sostener la mirada sin pestañear hasta que algo ceda. Es silencio como cuchillo, como piedra en la lengua.
En la cultura aymara, eso es tiempo. Tiempo distinto, que no corre, que se asienta. No se mide en segundos ni en relojes. Se mide en respiraciones. En cuánto te tiemblan los dedos antes de decir lo que no vas a decir.
Amuyt’aña es cuando la comunicación ya no necesita la garganta. Cuando se está con otro como si se estuviera con uno mismo. Cuando se acepta que lo dicho fue demasiado y que lo que queda es sostener la quietud como quien sostiene una herida abierta.
No es meditación. Es aguante.
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