Todo lo que pasa, pasa en tu mente.
Pero la mente no es un lugar inocente: define la vida, gobierna el cuerpo, dirige el pensamiento.
Mi terapeuta me dijo una vez que le gustaba cómo aprendía todo lo que me enseñaba. Pero había algo, me dijo, que era muy difícil de solucionar.
Le pregunté qué.
Y respondió: uno hace terapia para volver al inicio, al punto exacto donde las cosas comienzan a doler. Cuando llegas ahí, lo mirs, tomas consciencia, lo resuelves.
Me explicó que un niño guarda en su cuerpo lo que ocurrió antes del lenguaje.
Incluso el útero.
Que las emociones de la madre, sus miedos, su vergüenza, su rabia, todo eso se transfiere. Se hereda.
Y se queda.
Pero el problema de esas heridas uterinas es que no puedes volver a nacer para reemplazar la memoria. No se puede superponer luz sobre la oscuridad sin pasar primero por la oscuridad misma.
Soy la primera hija de mi mamá.
Nací mujer.
Ella tenía dieciocho años.
Fue difícil para ella. Y, sin saberlo, también para mí. Durante mucho tiempo.
Hace menos de 2 años empecé una terapia de microdosis de ayahuasca en compañía de Yumi, la ternura.
El lunes de la semana en que se fue Claudia, llegué a casa después de terapia y salí a pasear a la Bosnia.
Ese día, además de la ayahuasca, la Yumi me dio rapé, me sopló tabaco.
Me dijo que había sentido que yo necesitaba eso para que la medicina pudiera completar su trabajo.
Y entonces pasó.
Paseaba a Bosnia y de pronto me quede quieta mirando el pasto, y algo vino.
Una imagen. O una memoria. O una verdad sin palabras.
Pensé:
La ayahuasca es la madre.
El tabaco, el padre.
La planta más fuerte. La que no se quiebra.
Y todo se volvió visual.
Como una película sin sonido pero con cuerpo.
Semanas antes, había empezado a sentir que no tenía sentido seguir viva. Que no era buena madre. Que todo me daba vergüenza. Que el mundo estaría mejor sin mí.
El gas. El olor a gas. Atravesó mi mente el pensamiento más oscuro. El gas.
Ese lunes, incluso el aire que exhalaba temblaba.
Sentía que mi respiración se quebraba antes de salir.
Entonces, fui con Yumi y me sopló tabaco.
De pronto, todo estaba bien.
Respiraba tranquila.
Una paz extraña. Ajena. Mía.
Y más tarde, esa noche, lo vi.
Estaba atrapada en una oscuridad espesa.
No era miedo.
Era algo más primario.
Sentía con fuerza lo que mi madre seguramente sintió cuando me llevaba dentro. Pero no sabía cómo salir.
Entonces, una fuerza inmensa me empujó hacia afuera.
Me sacó del útero.
Y me dejó suspendida sobre todo.
Arriba.
En la claridad.
Ahí estaba todo.
Amoroso. Suave.
Como si hubiera nacido otra vez, y sobre la experiencia más antigua —la oscura— pudiera ahora superponer una nueva: luminosa, viva.
Y vi a mi madre.
La vi con compasión.
Y no pude volver a juzgarla nunca más.
Y cuando dejas de juzgar, desaparece la rabia.
Y asi desde entonces.