Puedo sentir todo cuando camino, siento mis pies en el asfalto o en las piedras como si no tuviera zapatos, pero yo siempre tengo zapatos porque me da mucho miedo la mugre.
Otros días puedo sentir otras partes, como si las partes de mi cuerpo decidieran manifestarse solas, sin consulta. A veces despierto y siento mis brazos, mis manos, mis codos, mis dedos, puedo sentir todo eso todo el tiempo.
Digamos, enciendo un cigarro y siento en orden, mi hombro, mi codo, mi mano, mis dedos, una vez, otra vez, miles de veces. Una cajetilla enterita.
Los días más difíciles son cuando siento mi ojo y mi oído derecho. Mi ojo tiembla, no quiere mirar, se hace al que no ve nada, se cierra a la fuerza y yo tengo que estar abriendolo a la fuerza también. Entonces me pongo un parche para que no se quiera cerrar y así paso el día, ciega de un ojo y explicándole al mundo que no me he caído y que nadie me ha golpeado. Mi oído es más huevada porque ese no elige cuando, ese es así todo el día, sin ningún filtro para lo que suena afuera, mi oído no discrimina, directo colapsa. Es como cuando te toca estar al lado de un parlante en un concierto, una huevada pues, sobre todo si el ruido llega de sorpresa. Imaginate la licuadora o los platos que chocan unos con otros. O la bocinas del camión del gas. Todo suena tanto y va tan tan profundo en mi. Tan profundo que a veces solo recuerdo el día por el bocinazo del camión del gas o del camión que lleva plata, mucha plata.
Lo que más recuerdo de mi niñez en este tiempo, es que vivía sin sentir nada, como si no tuviera cuerpo, Nunca me dolía nada, nunca tenía hambre ni sed ni sueño ni flojera ni calor ni frio, solo vivía, tenía toda mi energia intacta para mirar las cosas que hoy ya casi no miro.
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