Una luz que parecía promesa.
Un destello.
Una esperanza que flotaba sin peso.
El cuarto estaba en calma.
La sombra de la mañana se estiraba sobre las paredes, lenta y tibia.
Ella salió sin prisa, sin miedo.
Sus pasos, apenas un murmullo.
La cocina la esperaba con ese brillo quieto del plato, reflejando una luz que no era suya.
Un cuerpo pequeño, liviano, casi sin sombra, como si aún no hubiera aprendido a sostenerse del todo.
El aire se movió, lento, como si la casa contuviera la respiración.
El otro cuerpo
giró —
lento,
rápido —
un roce,
un toque,
una marca.
La fuerza torpe, sin intención, sin aviso.
Una torpeza que pesó más de lo que podía soportar el instante.
El tiempo se dobló, se quebró.
El silencio cayó, pesado, denso, húmedo, como un manto que se extiende y no deja pasar la luz.
La tomé.
Un calor efímero, casi huidizo.
Un temblor leve, casi imperceptible.
Intenté darle aire, con todo lo que quedaba en mí,
un soplo,
un aliento que se escapó casi en mi boca,
un último suspiro que parecía querer quedarse y ya no pudo.
Ella estaba, y ya no estaba.
Bosnia quieta.
Una quietud que era más que silencio.
Un peso invisible, imposible de soltar.
Yo sola, con el eco de lo que pasó,
con la vibración que dejó el choque y el vacío,
con la memoria de un cuerpo que se fue antes de tiempo.
La cocina siguió siendo la misma,
pero nada volvió a estar donde estaba.
El tiempo se hizo largo en su ausencia,
un espacio donde las palabras se pierden y solo queda el sonido sordo del corazón.
Clarita, tu eras algo así como la esperanza
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