Tenía cuatro gatos: Luca, Sky, Octi y Juli.
No eran símbolos de nada. Eran gatos. Mis gatos.
Dormían donde querían, me ignoraban cuando les daba la gana, y ronroneaban como si el mundo fuera apenas eso: un pecho tibio, una hora sin ruido.
Me fui.
No porque quisiera.
Me fui a vivir a la casa de ella que ya tenía un gato. Uno que no quería a los míos.
Un gato intolerante y violento, dijeron. No con metáforas, con hechos.
Y como suele pasar en las casas de otros, uno tiene que elegir qué dejar para entrar.
Yo dejé a los míos.
Los di en adopción.
Uno por uno.
Como quien entrega órganos sabiendo que no hay vuelta.
Un año después, adoptamos a Bosnia.
Tenía dos meses.
La criamos juntas. O eso creí.
Bosnia creció como saben crecer los que no tienen permiso de molestar:
Rompiendo lo menos posible, sin llorar fuerte, aprendiendo a esperar, aprendiendo a recibir una que otra paliza.
Pero cuando ella se fue, no se llevó a Bosnia.
Ni se despidió.
Se fue.
Y dejó atrás todo:
la casa, los muebles, las promesas, los hilos invisibles que sostenían esa ficción de hogar.
Nos dejó.
A Bosnia.
A mí.
A un hueco lleno de cosas que ya no sabían a nada.
Han pasado ocho meses.
Y no he dejado de estar.
Porque cuando una se queda después del abandono, no se queda entera.
Se queda rota, pero de pie.
Y cuando se puede, se vuelve a empezar.
Hace unos días, volví a tener gatos.
Dos.
Clara y Tony.
Tienen casi tres meses, como Bosnia cuando llegó.
Bosnia los mira como se mira algo sagrado.
Llora. Quiere lamerlos. No sabe cómo pedir perdón por ser grande, por querer demasiado.
Los gatos se esconden.
Tienen el instinto intacto: no confían en el amor de inmediato.
Pero yo los entiendo.
Esta vez, nadie los va a dar en adopción.
Nadie los va a negociar por un espacio que no sea suyo.
Esta vez, la casa es nuestra.
Esta vez, los que se quedan…
somos nosotros.
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