Hubo un día que se quebró en dos sin pedir permiso. La mañana comenzó con la rutina exacta de siempre, con los rostros conocidos, el aire que huele a café y palabras que no dicen nada. Y luego, la irrupción del desorden: manos que no buscan caricias, voces que no invitan, la ausencia que se hace presencia.
El tiempo se estiró, lento y punzante, mientras desaparecía algo más que el dinero. Se perdió la certeza, el lugar seguro, la confianza que no se dice, pero se siente. El silencio que siguió fue un grito contenido, la espera sin promesas, la sombra que no se dispersa aunque se busque la luz.
Hubo un momento en que se supo que algunos hilos se cortan sin que nadie los ate. Y que no siempre el acto de pedir ayuda es un acto de fortaleza; a veces es un mapa que se guarda bajo llave. Los caminos se cerraron, los nombres dejaron de sonar, y las preguntas quedaron flotando, sin destinatario.
En el eco de esos días, no hay culpa ni juicio, solo la conciencia amarga de lo que se fue, y la piel que queda, más dura, más sabia, más sola.
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