sábado, septiembre 20, 2025

Un segundo infinito

Recuerdo el instante preciso en que mis ojos dejaron de ver.

Era de noche, estaba detenida frente a un semáforo verde. Quise leer los segundos que me quedaban y, de pronto, no pude. Nunca más.

He aprendido a reconocer el momento exacto en que la medida de mis lentes cambia. Llega con la solemnidad de una ceremonia íntima: una música de fondo, el olor insistente de una pizza, algún gesto trivial que de pronto se vuelve imborrable. Son segundos que sé alargar hasta el infinito, como si pudiera estirar el tiempo con mis dedos.

Hoy ocurrió mientras escribía. Leía una palabra, otra más, y de pronto el texto se volvió ilegible. Las letras se mezclaron, se confundieron, se volvieron un laberinto. Borrosas, amontonadas, como las migas que se quedan al borde de una bandeja.

Ningún signo de la vejez me ha tomado por sorpresa. La he visto con la paciencia de quien cuenta las grietas en una pared: en los espejos, en los charcos, en las ventanas, en el reflejo de sus lentes.

Y aun así, siempre sucede igual: un instante minúsculo, imposible de señalar, en el que el cuerpo revela su secreto.

Lo percibo todo.

Y, sin embargo, me sorprende.

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