miércoles, septiembre 17, 2025

Lo que no tiene nombre

Solo vi un papel.

Siempre supe que era un papel.

Vi cuando dibujaron en él la cara de unos niños.

Vi cuando envolvieron el papel y lo dejaron en el piso: parecía un bebé envuelto, un niño muerto.

Era un papel, pero ya nadie  miraba un papel.

Lo habían dejado ahí, sobre el cemento, con la gravedad de un cuerpo.

No lloraba, no respiraba, pero cargaba el peso de todos los niños arrancados de su nombre.

Un papel dibujado, un papel abandonado, un papel convertido en tumba.

Después, una bandera de Israel ensangrentada —con pintura— y quemada, quedó al lado de eso que de pronto ya no era un papel: era el cadáver de un niño.

Yo sabía que era un papel.

Sentí la fiebre. Sentí el frío. Sentí la derrota en mi espalda, en mi pecho, en mi cabeza.

Me senté en ese mismo cemento intentando disminuir la distancia entre mi cabeza y el suelo.

Para no perder el equilibrio.

Para no perder la calma.

Era un niño palestino y estaba muerto.

Intenté respirar con calma para devolverle a mi cuerpo la temperatura. Pero mi respiración no lograba continuidad.

Mis manos temblaban sobre el cemento, queriendo tocar, queriendo sostener, queriendo detener lo imposible.

El silencio me atravesaba como una daga, y cada vez que parpadeaba, la imagen del niño seguía allí, intacta, cruel, inevitable.

Lo que quedaba de sol caía en ángulos extraños, iluminando la bandera quemada y el papel que ya no era papel.

Ese papel que nunca fue un papel 

Yo seguía allí, sentada, tan consciente de mi cuerpo que no podía responder.

El niño seguía allí, sin nombre, sin tiempo, sin respiración.

El cemento había absorbido su calor, su silencio, su derrota.

Quise levantarlo, pero mi cuerpo se negó, y mi mente se llenó de gritos que no sonaban en ninguna boca.

Entonces entendí: la muerte no espera, no perdona, no se acuerda de nadie, no respeta sus cuerpos pequeños ni sus ojos asustados.

Me sentí vacía, como si hubiera dejado mis entrañas junto a ese papel que no era papel.

El viento levantó un polvo oscuro. Olía a ceniza y a desesperanza.

El servicio público de limpieza se llevó las manchas rojas, pero yo me quedé con ellas en la retina, como si la sangre fuera tinta para escribir mi impotencia.

Cerré los ojos, y en la oscuridad de mis párpados, el niño seguía allí.

Mis ojos querían llorar, pero el llanto había sido robado, como la vida que nunca alcanzó a vivir.

Quedó el silencio, duro, contundente, atravesándome por dentro.

Y allí permanecí, con el niño, con el papel, con la nada.







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