Ya entendí.
No fue falta de amor, fue exceso de fe.
Todos esos pensamientos que me desvelaban —de amor, de esperanza, de angustia, de nostalgia— fueron cayendo, uno por uno, en un cajón sin fondo.
Un cajón que se tragaba todo lo que yo daba sin devolver ni siquiera un eco.
Esperé.
Con la paciencia de quien aún cree en los milagros.
Con la ternura torpe de quien se aferra a lo que ya no está.
Pero ya no puedo seguir esperando.
Porque esperar, a veces, es otra forma de doler.
Ya no quiero.
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